
“Hablo con personas que ahora tienen 60 ó 70, que han pasado toda su vida escondidas, y que ahora cuando ven a jóvenes agarrados de la mano o besándose en la calle se emocionan porque son conscientes de todo lo que se ha avanzado.”
Escucho esto al final de un programa de radio sobre la homosexualidad en el franquismo, junto a relatos horribles de cárceles, trabajos forzados y electroshocks. Lo dice un gay reprimido por Franco, y lo siento dentro, porque incluso yo, que ni he vivido el franquismo ni soy homosexual, he sufrido una buena ración de homofobia.
Oh yeah. Fue sobre todo en la Zaragoza terrible del cambio de siglo. Llevaba pelo largo y pantalones de campana, ya ven ustedes, y por ello me llovían frecuentes gritos de “maricón” desde uno u otro automóvil tuneado. Había incluso quienes bajaban el volumen de la música máquina con la que entretenían a los viandantes para que se oyesen mejor sus improperios. Los pronunciaban quienes llamábamos “macas”, wannabes de machos alfa que intentaban poner de manifiesto su adhesión al grupo. Yo generalmente respondía con un “¡español!”, que era lo más ingenioso que se me había ocurrido para marcar la mayor distancia posible frente a ellos. Pero no tardé en conseguir que los insultos no me afectaran, especialmente después de llegar a la conclusión de que la humanidad debía desaparecer. No pasaba nada: sólo era un adolescente más intentando sobrevivir en un mundo hostil.
Pero el problema no era que me insultasen a mí.
Un día lo comprendí. Fue una madrugada, a la salida de El Cubo, cénit de la modernez zaragozana. Ahí, entre estrecheces y sudores, me eché durante una temporada un grupillo de amigos gays. Al despedirnos ese día, sería en 2002, pasamos cerca de la Modo, discoteca grotesca donde ponían éxitos musicales del momento y que hoy nadie escucha. Fui a seguir la costumbre gay de darsen dos besos, cuando el primero me paró: “Ah, no, quita, aquí no, que esto es zona peligrosa”.
Emmmmmmmmmm, vale.
Todo eso que a mí me llovía sin más estos tíos lo tenían dentro. Eran ellos. Los macas no me estaban insultando a mí por mis pelos o mis pintas, estaban insultando el reflejo de estos gays en mí. Era ya el siglo XXI, hacía 25 años que la Constitución recogía el derecho a la libre orientación sexual, y estos tipos, que no alcanzaban esa edad, aún exhibían un pensamiento anterior a su propia existencia. Hay que joderse.
Hacía 25 años que la Constitución recogía el derecho a la libre orientación sexual y estos tipos, que no alcanzaban esa edad, aún exhibían un pensamiento anterior a su propia existencia.
Por fortuna, poco después llegó algo de alivio. En abril de 2003 visité Londres por primera vez, y entre las muchas cosas que aprendí en esos tres días, una de las que más me sorprendió fue la exhibición pública de la homosexualidad. ¡Qué pueblerino me sentí ante la contemplación de esos hombres revolcándose en el césped de la plaza del Soho! ¡Con qué indiscrección se giraban mis ojos atónitos a aquellos otros que estaban sentados uno encima del otro en la puerta de un bar! Aquello era novedad absoluta, porque en Zaragoza jamás se vio una muestra de afecto público entre homosexuales. Fue entonces cuando pude relajar mi exigencia ante la desaparición de la humanidad, y comprobé que aún quedaba esperanza.
Como esas personas a las que se refiere el programa de radio, yo también me emociono hoy al pensar en ello. La lucha por los derechos es un largo camino que se recorre de mollera en mollera, plantando pequeñas semillas que acaban germinando, aunque sea alguna generación después. Si reciben desprecio al principio no es por mala fe, sino por miedo a lo extraño, a lo que puede poner en peligro su tribu o las creencias que aprendieron en su niñez. Al fin y al cabo, sólo son personas inmaduras que están intentando sobrevivir en un mundo hostil. Tal vez eso sea lo peor: comprender que nadie, ni siquiera esos wannabes de machos alfa, actúa de mala fe. Por eso no podemos dejar de apreciarles: son gente que quiere lo mejor para su familia, sus vecinos y su país, aunque odien lo extraño por miedo. Gente homogénea a la que no podemos dejar de querer, aunque sea despreciable. Gente Entrañable, aunque no sea gente.