– Guarro! Ben aki, k te vamos a poner wapo!

Los gritos se disolvieron por fin cuando cerré el portal. Había llegado a casa del viejo. Giré hacia la escalera mientras mis perseguidores empezaban a aporrear el cristal de la puerta. Llegué al 2ºC y llamé al timbre, pero nadie abría. Por suerte también tenía contraseña WEP y fue fácil forzarla antes de que esos inhumanos pudiesen entrar al edificio.

Cuando abrí la puerta un olor dulzón y desagradable me dió la bienvenida. Era nuevo para mí, pero no me fue difícil identificarlo. Me guió hacia el viejo, que yacía tirado como un contorsionista al lado de su escritorio. Vestía vaqueros rasgados, una camisa de táctel a cuadros desabrochada y una camiseta negra que decía “Nirvana”. Me resultó curioso que fuera hindú. Parece que la vida le despidió escribiendo en un diario de boli y papel.
IMG_0588[1]

Investigué un poco su casa. Nada especial: una casa de viejos. Muebles minimalistas y de colores vivos. Una antigua máquina de videojuegos. Un cartel electoral de Pablo Iglesias de hacía cincuenta o sesenta años. Libros de papel, cedés y deuvedés a tuttipley. Qué afán de almacenar cosas tienen los viejos, caramba. El diógenes es proporcional a la edad, supongo.

Bueno, con el viejo muerto daba por perdida mi entrevista, pero tenía dos historias más interesantes aún: una, que el último habitante de Sanchinarro no nacido aquí había muerto; y dos, la de esos subhumanos. Miré por la ventana. Un par de peatones se arrastraban penosamente entre el sol y el cemento. Recordé lo que había sido caminar por ahí minutos antes y me compadecí de ellos. Pobres. ¿Pobres? Espera… Hasta ahora los habitantes de Sanchinarro sólo me habían recibido con insultos y amenazas. La noticia del cumpleaños del abuelo (¡100 años!) decía que el ambiente del barrio se había enrarecido, y sugería que el viejo había sido testigo de un cambio gradual en sus gentes, ¡pero cómo imaginar este extremo! Todos los sanchinarrenses que había visto tenían una expresión ligeramente grotesca, como de estar puestos de perico, y una prepotencia que parecía emanar de su extrema mimetización con el grupo. Todos vestían asombrosamente igual, con ligeras variaciones de colores y detalles. Y todos me habían insultado, unos entre risas y otros entre amenazas. Qué se yo por qué. Por mi ropa y por mi peinado: nada más podían conocer de…

¡Cuidado! Los dos peatones se acababan de juntar con un tercero, y estaban señalando hacia el portal de mi edificio y mirando hacia las ventanas. ¿Era por mí? No: miedo irracional, supuse. Por si acaso me alejé de la ventana.

Muerto el viejo, tal vez su biblioteca me podría dar alguna pista. Al fin y al cabo, había sido arquitecto y no le era ajena la transformación de sus vecinos. Desistí rápido: encontrar algo entre tantos libros (sin poder usar la función de buscar) era de locos. De modo que comencé a ojear su diario.

Y ahí fue cuando me eché a temblar. “10 de junio de 2.018: Sol y cemento… líneas rectas, ausencia de detalles… caminar entre paredes de ladrillo…” “Mayo de 2.033: …Este sitio ha arrancado la humanidad de cuajo… muerte de la creatividad… embrutecimiento…” “Diciembre de 2.040…La autopista nos aísla… endogamia… lugar satánico…” “Abril de 2.059: …Solo entre este grupo de brutos… no reconozco ni a mis hijos… No me atrevo a salir a la calle…” “ Octubre de 2.067: …Tribu… violencia… barbarie…” “Mayo de 2.079: ¿Qué monstruo hemos engendrado, Pablo, qué monstruo?”

Interrumpió mi lectura (y el desazón que estaba a punto de apoderarse de mí) un ligero murmullo que venía desde la calle. Me asomé a la ventana… ¡Había 100 ó 200 de esos embrutecidos seres allí abajo, señalando hacia las ventanas! Corrí a la cocina mientras pensaba en mecanismos caseros de fabricación de bombas y repasaba mis conocimientos de defensa de castillos medievales y casas asediadas por zombis. Vi aceite y una freidora. Botellas, trapos de cocina y cerillas. Una olla a presión y garbanzos que servirían de metralla. Colchones, baules y mesas que podían bloquear puertas. Libros que -imaginé- servirían de amuleto. Fue cuando encontré una sensacional navaja de Albacete cuando empezaron a aporrear la puerta.

Publicado originalmente en Homo Velamine
Ilustración por Alba Egea