André Breton no dudaba en unir la palabra surrealismo a la de revolución, que en su época no podía ser otra que el comunismo. Esa unión le hacía tener un pie dentro del Partido Comunista Francés, pero otra fuerza poderosa le hacía mantener el otro fuera: para él la revolución consistía en la no aceptación de los valores dominantes, que son los que legitiman la estructura de poder. Para ello defendía a ultranza la libertad de imaginación y usaba el escándalo para hacer saltar por los aires sus límites moralistas. Los comunistas, cuya revolución era material y no espiritual, le llamaban “revolucionario de papel higiénico” y le reprochaban que el blanco de su subversión fuera precisamente cosas que le gustaban al proletariado: familia, patria y religión.

Años después, Breton se lamentaba de que el escándalo ya no fuera posible. El surrealismo había muerto de éxito: había contribuido a que el pensamiento colectivo superase muchas de las llagas en las que había metido el dedo treinta años atrás. Hoy, que el escándalo es más fácil que nunca, ¿podemos seguir usándolo para señalar en qué parte de la moral se legitima el poder?